La historia de Gustavo Colorado o Don Gu, un profesor que durante 13 años ha utilizado la música y la danza como medio para arrebatarle jóvenes a las drogas. Por Carolina Gutiérrez Torres y Uwe H. Martin
A los cinco años, una enfermedad infecciosa atacó a Gustavo Colorado –conocido como Don Gu– y lo postró en una cama durante casi una década. Según él, fue una fiebre tifoidea la que debilitó sus huesos y lo dejó para siempre con discapacidad para caminar.
“No podía ni pararme. Y cuando quise caminar me encontré con otra enfermedad peor: la ignorancia de la gente que se burlaba de mí”, cuenta Don Gu desde su casa de madera y palafitos en el sur de Tumaco: una ciudad colombiana junto al Océano Pacífico que ha sufrido, por igual, la crudeza de la guerra del narcotráfico y la injusticia del abandono estatal.
Don Gu entró al colegio a los 17 años. No usaba zapatos porque sus pies no los resistían, lo que se convirtió en otro motivo de risas para sus compañeros. A los 28 años llegó a vivir al barrio Villa Las Lajas. Allí el mayor rechazo provino de la familia de su esposa Maryuris Correa, que quiso disuadirla de irse a vivir con él porque era “un hombre enfermo que no podía trabajar”.
A los 41 años Don Gu habla de esos episodios dolorosos como anécdotas lejanas. Esa enfermedad que tanto lo hizo sufrir, también lo llevó a refugiarse en la música. En los largos años que estuvo encerrado, utilizaba las paredes y el suelo de su casa para imitar los sonidos tradicionales que interpretaban sus vecinos en los funerales. En la cultura del Pacífico los muertos se despiden con cantos.
Don Gu se fue convirtiendo en un avezado intérprete del cununo (un instrumento tradicional de su región que luce como un tambor) y estuvo en varias agrupaciones reconocidas. Participó ocho veces en el Petronio Álvarez –el festival de música tradicional del Pacífico– y en el 2013 la agrupación Cueros y Chontas, de la que él hacía parte, se quedó con el premio principal.
La música también convirtió a Don Gu en un salvador de vidas. A diario utiliza sus instrumentos (cununo, tambor, marimba) para ofrecerles a los niños y jóvenes de su sector un escape a la violencia y a la pobreza que heredaron del narcotráfico.
Don Gu empezó a construir su escuela de danza y música hace 13 años, cuando llegó al barrio Villa Las Lajas. Allí se encontró de frente con la pobreza. Se encontró con jóvenes que terminaban el colegio y no tenían más oportunidades –ni de trabajo ni de estudio– para seguir construyendo una vida. Se encontró con el hambre. Se encontró con la miseria. Y se dijo que no podía ignorar tanta desdicha.
Con ayuda de su hermana empezó a realizar comidas comunitarias para atraer a niños y adolescentes. Primero los alimentaba. Luego les tocaba el tambor y la marimba; les enseñaba pasos de bailes tradicionales y los invitaba a volver al siguiente día.
Don Gu repite que su escuela –el Centro Cultural Artesanal– tiene dos misiones. Una de ellas es rescatar la música tradicional del Pacífico que, en sus palabras, se está muriendo. “Nuestra música y nuestros bailes tradicionales se están perdiendo porque los jóvenes están cogiendo para otros lados. A nosotros nuestros ancestros nos dejaron una herencia y no podemos dejarla morir”. La otra misión es rescatar a los jóvenes que se están matando entre sí, que viven con la tentación de hacer parte del negocio ilusorio del narcotráfico.
Según comentarios de la comunidad, estos jóvenes pueden ganarse entre 30 y 100 millones de pesos por transportar droga en una lancha rápida hasta Centroamérica. Las penas para quienes son sorprendidos por las autoridades pueden ir entre 5 y 30 años de prisión, dependiendo de la cantidad y el tipo de sustancia psicoactiva que tengan en su poder.
Todos los días, hacia las 5:00 de la tarde, los niños y los jóvenes del barrio Villa Las Lajas esperan ansiosos a que Don Gu haga sonar el tambor en alguna calle. Los vecinos se asoman a las puertas y a las ventanas, y los bailarines se forman en filas para seguir las coreografías que su maestro les enseñó. En ese momento, al menos, tienen licencia para soñar con un destino diferente al de tantos jóvenes de su barrio que han terminado en la cárcel o en el cementerio.
Don Gu dice que su academia de música es “una escuela de puertas abiertas. El que quiere irse, no se detiene y el que quiere volver, es bienvenido”. Por eso cuando le preguntan cuántas personas han pasado por sus entrenamientos, no se atreve a dar un número.
Cuando camina por los corredores de madera y palafitos que unen a las casas del sector, los jóvenes lo saludan con un cariño especial y él les responde con la misma calidez. Muchos confiesan que antes de pasar por su escuela eran inseguros y tímidos. Otros cuentan que eran incapaces de coordinar dos pasos de baile antes de conocerlo. Él los escucha y sonríe.
Y aunque todos coinciden en que el baile y la música de Don Gu les permiten escapar por un momento de la vida difícil que les tocó en suerte, los angustia pensar en el futuro. Incluso en el presente. No hay trabajo. No hay oportunidades de ingresar a la universidad. Y muchas veces, ni siquiera hay comida.
Don Gu repite que su sueño es que su escuela tenga una sede (llevan trece años entrenando en las calles y las canchas del barrio). En ese espacio, además, podrían crear una fábrica de instrumentos musicales. Él también es lutier y podría enseñarles el oficio a sus muchachos, y generar así oportunidades de empleo. Pero por ahora sigue siendo eso, un sueño.
Mientras Colombia está a la expectativa de que la guerrilla más antigua de América se desarme, luego de la firma de un acuerdo de paz entre el Gobierno y las Farc, para los habitantes de Tumaco el final de la violencia está lejos.
Hace unas semanas la Defensoría del Pueblo reveló que Tumaco es el municipio con más cultivos de coca en el país: 16.960 hectáreas. En el 2016 se han presentado 136 homicidios, superando los del 2015. Recientemente la Policía denunció la presencia de dos bandas criminales –conformadas por colaboradores, milicianos y disidentes de la guerrilla–, que se están expandiendo por la ciudad para apropiarse de las rutas de la droga.
El fantasma del narcotráfico convive con los casi 204.000 pobladores que habitan esta ciudad. Ellos padecen su propia guerra.