Por Hanna Decker y Diana Salinas
Las consecuencias del conflicto armado en Colombia no sólo quedaron instaladas en los cuerpos y las mentes de los casi 8 millones de víctimas. También quedaron presentes en la salud mental de los jóvenes, hijos de quienes perdieron la vida en la guerra. Se trata de una generación traumatizada, que heredó los miedos y los impactos de la violencia.
No hay datos precisos ni estadísticas que puedan determinar qué tanto afectó el conflicto armado la salud mental de los jóvenes que heredaron los impactos de la violencia que vivieron sus padres.
Sin embargo, indicadores como el suicidio van en aumento. De acuerdo con Medicina Legal, la cifra se trepó. De 1.878 casos en 2014, pasó a 2.068 en 2015.
Un detalle no menor. De acuerdo con la última Encuesta Nacional de Salud Mental, de 2013, uno de cada diez colombianos sufre de algún problema mental. Especialmente los adolescentes entre 12 y 17 años, que lideran la lista de problemas mentales.
En contraste, 514 jóvenes entre 20 y 29 acabaron con sus vidas en 2014, según cifras de Medicina Legal.
El malestar es silencioso, pero latente. Uno de los hijos de la guerra es Esther Polo, una joven de 26 años que vive en Montería, capital de Córdoba. Un departamento afectado, sobre todo, por el conflicto paramilitar.
En las paredes de la casa de María Zabala, la mamá de Esther, no hay un solo detalle colgado en la pared. Salvo un cuadro, que tiene dos fotos. Una, la de un hombre montado en un caballo. La otra, tiene a un hombre con un racimo de plátanos en una mano y en la otra un machete.
“Ese es mi esposo y esa foto la tomaron el año en que lo mataron y el que está al lado es el tío, que lo mataron también”. Aclara de inmediato, María.
Tampoco hay comedor. No hay muebles, salvo un escritorio de madera, un acuario y unas sillas Rimax.
La mirada de la madre de Esther Polo aún es triste. Aunque en cuestión de un parpadeo ya no es tristeza, es rabia. No parece que los hechos de la masacre que tuvo que presenciar hubieran ocurrido un cuarto de siglo atrás.
“El 14 de diciembre de 1998, en la vereda San Rafaelito, en el corregimiento de Martinica, municipio de Montería”, recita María Zabala aquella fecha inolvidable, sentada en una de las sillas Rimax.
“Ahí mataron a mi esposo, mi hijo, un tío de mi esposo y un hijo del tío de mi esposo. Los mataron delante de todos nosotros, delante de mis hijos pequeños. El mayor murió junto al padre y yo tenía a mi otra hija que tenía 15 años y en esos momentos, pues yo estaba embarazada de mi hija Esther”, dijo Esther.
María es la madre, la víctima, la desplazada y al mismo tiempo, la líder. También por los hechos de aquella mañana de diciembre de 1988 fue la portadora de una profunda depresión que hoy padece su hija, Esther.
Esther, en el vientre de su madre, enterró a sus muertos ese mismo día en medio del rancho que se quemaba en llamas. “Estábamos conectadas no solamente de forma biológica sino de algunas otras maneras y eso permitió que se abriera un canal entre nosotras y que ella depositara miedos, angustias, rabia, frustración, tristeza”, dijo Esther.
Casi 20 años después, Esther pudo reconocer su enfermedad mental, tras un intento de suicidio, cuando fue diagnosticada psiquiátricamente con depresión endógena y estrés postraumático. Enfermedades mentales producto de los hechos que vivió su madre cuando estaba embarazada de ella.
Pese a esto, ella batalla día y noche para superarlo. Este año se graduará de abogada. Ha trabajado en la Fiscalía, en la Defensoría del Pueblo de Montería y dedica su tiempo completo a asesorar a las víctimas de la guerra de manera gratuita.
En María, la masacre no solo dejó las huellas imborrables del dolor. También detonó el liderazgo que hoy la caracteriza en el país y por lo cual ha recibido el premio a la Mujer Cafam, en 2004, por ser la gestora de un proyecto productivo con mujeres víctimas de la guerra. También, la condecoró el Congreso de la República por las mismas acciones.
La masacre ocurrida en la tierra de María y su familia, los Polo Zabala, fue perpetrada por grupos armados al margen de la ley, conocidos como Paramilitares.
Los victimarios responsables de la masacre hacían parte del clan Castaño, el grupo responsable de la creación de éstos ejércitos ilegales en el país.
Se trató de un fenómeno de violencia de finales de los años 80, que continúo sus acciones en la década de los 90 y principios del 2000.
También hubo presencia de tres frentes de la guerrilla de las FARC y el EPL, en Córdoba.
El departamento tiene una de las mejores tierras ganaderas del país. Una cualidad de la cual se aprovecharon estos grupos ilegales para despojar a sangre y fuego la tierra de los campesinos y a familias como las de Esther.
La dimensión de la tierra en esta zona del país es abrumadora. Basta con saber que ese departamento tiene destinadas 1.748.121 hectáreas de tierra solo para ganadería, de acuerdo con el Plan de Desarrollo de Córdoba 2016-2019. Casi las dos terceras partes de tierra que se necesitarían para restituir y reparar a las víctimas del conflicto armado, si se revisa el texto de los Acuerdos de Paz, en el que sugieren reparar con 3 millones de hectáreas.
La familia Polo Zabala es una muestra de las 308.784 personas desplazadas de sus tierras, en Córdoba, según la Unidad de Atención y Reparación Integral a las Víctimas.
Esther ha recibido reconocimientos por la labor que viene desempeñando. Organizaciones internacionales la han invitado a participar de conversatorios sobre las víctimas en Colombia. Escribió un libro de poemas, al tiempo que la historia “La legendaria María Zabala”, que relata los hechos de violencia que afectaron a su familia. Esta crónica hace parte del libro Mujeres que hacen historia, del Centro de Memoria Histórica de Colombia.